De una novela que estoy escribiendo, este es un fragmento de cómo el héroe encara a un portador de la profecía que dicta su destino.
—…¿Y por qué tengo que ser yo? —gritó
a voz en cuello y resonó en toda la cámara— ¿Qué tal si yo tenía otros
planes, eh? —Estaba furibundo.
Su interlocutor lo miró de arriba abajo desde un antiguo
púlpito, llevó las manos hacia atrás antes de replicar.
—Así
lo dice la profecía —expresó calmado—. Tu maestro así lo creía.
—Me
importa un comino que haya dicho mi maestro —refunfuñó—. No es su
vida… Yo… —dejó la frase en el aire.
—¿No
le debes nada? —preguntó altanero el monje y soltó una risita—.
Le debes todo, por lo que sé.
—¡Cállate!
—vociferó y le apuntó con un dedo—. ¿Tú que puedes saber de mi
vida? —Estaba tan molesto que su otra mano la llevó al pomo de su espada
por mero reflejo.
—Y
si no crees en la profecía —continuó haciendo caso omiso—, ¿por
qué has seguido viviendo tu vida? ¿Por qué simplemente no cesaste tu existencia?
—cuestionó alzando una ceja—. Ah, claro —dijo
sarcásticamente—, porque simplemente no puedes, ¿cierto? No, muchacho.
Tú simplemente sigues haciendo lo correcto.
—¿Y
qué hubieras hecho tú? —replicó aún cabreado.
El tipo desvió la mirada y se aclaró la garganta.
—Seguramente
habría muerto —contestó—. A diferencia tuya, yo no poseo tanto
valor. Y aunque hubiese estado tan entrenado como tú —explicó—,
no hubiera tenido la determinación para lograr lo mismo que tú.
—“Y
en el furor de la batalla —recitó el muchacho—, el héroe
caerá…
—…y
la guerra terminará” —concluyó el monje—. Así es…
El muchacho se dejó caer de rodillas y una lágrima corrió
sobre su mejilla. Soltó su espada y el eco sonó por todo el antiguo templo.
El monje tuvo la calma de bajar despacio y caminar hasta el justiciero
que estaba arrodillado y sollozando.
—No
te pido que lo hagas —musitó—, porque puedes simplemente escapar
de un destino mortal. Solo te pido que hagas lo que consideres correcto. Te
estoy pidiendo —dijo con más volumen— que no dejes de ser tú.
El justiciero se levantó, limpió torpemente su rostro y envainó
su espada.
—Y
bien, ¿qué piensas hacer? —preguntó el monje— mientras le
colocaba una mano en el hombro.
—No
preguntes estupideces —contestó mientras le dedicaba una mirada de pura
determinación—. Sabes exactamente qué voy a hacer.
Una sonrisa atravesó el rostro del monje. Claro, era lo que
el muchacho había hecho toda su vida.
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