La gota que derramó el vaso sucedió. Nos dijeron que a nuestros vampiros más viejos les quitarían la pensión. Era mucho el tiempo que habíamos aguantado sus abusos del mundo humano. Se supone que vivíamos en armonía desde hace siglos.
Primero nos dijeron que, como tal,
no éramos ciudadanos y que debíamos trabajar más horas, pagadas sí, pero
saldríamos pegados al amanecer. Para los más jóvenes, el sol era tortuoso.
Segundo, nuestras hijas ya no se
sentían seguras de caminar por la calle cuando el crepúsculo se asomaba,
algunas ya no habían vuelto a sus casas cuando salían a divertirse.
Después, a nuestros peques enfermos,
les dieron agua en vez de plasma. Algunos enfermaron más, pero el gobierno lo
negó. Cuando mostramos las pruebas, desacreditaron a la prensa vampiro. Ese fue
el cuarto golpe.
Marchábamos a la plazuela de la
ciudad para mostrar nuestra inconformidad de forma pacífica. Intentamos de
todo, firmas, documentos oficiales, obras de teatro y carteles. Solo se
burlaron de nosotros. Nuestros ancianos, los últimos ofendidos, iban al frente.
Podía ver a algunos de nuestros amigos y colegas humanos que nos observaban
desde la acera. Algunos tenían miradas de empatía y otros tantos de asco.
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