Estaba muy orgulloso de mi trabajo. El profe Edgardo me había
hecho varias correcciones durante el año y ahora mi texto estaba listo. Era una
belleza, aunque lo tenga que decir yo mismo.
Mi obra
contaba con giros de tuerca, personajes elocuentes, ningún deus ex machina.
Cada detalle que mencionaba era un ejemplo perfecto del arma de Chéjov. Contaba
con introspecciones que te llegaban a tu núcleo y sacudían tu consciencia. En
clase nos habían explicado la importancia de todo esto. Le había añadido
sustancia, alma, pasión. No necesitaba cumplir con ridículas agendas como
Carlos Cuauhtémoc Sánchez, ¡No, señor! Mi obra era emotiva y épica de título a
punto final.
Tomé aire para seguir leyendo el
capítulo final ante todo el alumnado. El profe Edgardo se acomodó sus
mancuernillas y se sacudió una pelusa de la manga izquierda de su traje
impecable. Llevaba sus zapatos italianos bien lustrados y estaba sentado al
borde del escritorio. Ese día noté que se había peinado a la perfección sin
usar una sola gota de gel.
A mi libro le había quitado seis
capítulos innecesarios, que no conducían a un carajo. Los diálogos eran peleas
sin cuartel, el final inesperado fue una idea de mi mejor amigo Luis. Le añadí
letra capital al inicio de cada texto y, aunque el profe decía que no puliéramos
tanto el escrito, pues la editorial lo haría de todas formas en caso de ser
publicado, le añadí el carácter especial ligadura para que los puntos y
comas no se saltaran de línea después de la raya.
—¡Eres
un capo, Mark! —me susurró Luis cuando vio cómo la sonrisa del profe se abría—. Yo creo que
ya aprobaste.
No, yo
estaba seguro de que pasaría con honores. El maestro nos había insistido en que
estudiáramos sobre los signos de puntuación y reforzar nuestra lectura con
obras maestras de literatura. “Nunca defiendan a estultos políticos en una
columna de cuarta. Quiero que escriban textos de verdad”, algo así nos decía.
Palabras más, palabras menos.
Estaba
en el párrafo final y lo leí con solemnidad, pues encajaba con el primero de la
obra. Supongo que el profesor lo notó, porque fue a leer el principio de mi
novela que estaba sobre su maletín y sonrió al tiempo que asentía con la
cabeza. No solo eso, había hecho que el capítulo cero y el epílogo hicieran
comunión. Mi obra era tan buena que seguramente Octavio Paz me hubiera
prohibido publicarla. Incluso Gabriel García Márquez se la hubiera rob… Es
decir, le habría hecho un homenaje. Suspiré al leer la última línea y dejé caer
las hojas sobre mi pupitre como si hubiese hecho un drop the mic de un
músico consagrado. Levanté la vista y el profe aplaudió mientras hablaba.
—¡Chingón,
cabrón! Chin-gón. De pinche diez tu trabajo pitero del principio. ¡Nambre,
Marcos! Y yo que pensé que te iba a regresar a putazos a kínder para que te
enseñaras a leer. Ahora sí me mostrastes que eres la última coca del
desierto, eres la gran cagada, la que tapa el baño.
Sonreí,
era lo que esperaba.
»Otss,
a ver si esta pinche bola de pendejos te aprende algo en vez de estar tragando
moscas. Sale pues, banda. Ahí nos vemos en el examen final. El trabajo del
Marquitos me puso de buenas y ya no van a tener que mostrarme más. Tampoco ando
de ánimos para leerme sus mierdas. Nos vemos el viernes, culeros. ¡Se lo lavan!
Excepto tú, mi chipocludo. Tú ya ni vengas. Ya tienes tu cien y mi respeto.
Nuestro
ilustre maestro salió del aula y nos hizo la seña de amor y paz.
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