¡OTRO CUENTO QUE LES DEJO!
Un pequeño y tétrico hombre de nieve se deslizaba temeroso
por una banqueta. Venía huyendo de su cazador y no encontraba como despistarlo.
Un bastón de caramelo le rozó la cabeza y se desvió a un callejón para salir a
una calle de los suburbios.
Miró
por la ventana de una casa y trató de hacerse escarcha para entrar por el borde
del marco, pero le cortaron la inspiración cuando una shuriken de
juguete le cortó su fea bufanda. El muñeco se frotó la nariz para pedir ayuda y
corrió al frente de la casa.
—¿A
dónde crees que vas, espantajo? —gritó la chica que lo perseguía.
El
pequeño monstruo de nieve forzó la puerta y entró a una salita. En ella había
dos sofás grandes, uno reclinable y un fuego de hogar a un costado. Además de
una mesita de centro y un televisor enorme. En el lugar había tres niños
jugando (dos muchachos y una niña). La más pequeña de ellas gritó a voz en cuello:
—¡Son
adefesios mágicos! ¡Vayamos por la abuela!
Corrieron
escaleras arriba y se perdieron de vista. El muñeco de nieve intentó ocultarse
en algún lugar, pero la chica entró rápida como un guepardo y le aventó una
tonfa que le atravesó el pecho. Al tiempo que se disolvía, el muñeco de nieve
giró su cabeza 180°, tocó de nuevo su nariz y amenazó a su depredadora.
—Vienen
más, hija de los Claus. No podrás con tantos, aún eres una novata.
Vanessa
se ajustó el gorro de elfina de color negro y le espetó:
—Puedo
con toda la basura que me traigas.
Apenas
terminó de replicar cuando la puerta se abrió de par en par y la ventisca formó
a una docena de monstruos de escarcha. Todos gruñeron al tiempo que se
abalanzaron sobre la chica. Ella saltó sobre uno de los sofás y le dio una
patada doble a uno de sus rivales. Dos más fueron vencidos cuando ella descendió
con un split y los golpeó con sus tonfas.
—¡No
duden, mis muchachos! —gritó uno de ellos justo cuando la chica le aventó rompope
caliente de su cantimplora y lo disolvió.
La lucha siguió por toda la sala
y ella saltó a la escalera cuando uno de ellos intentó subir. Lo envolvió con
papel de regalo y lo aventó al fuego de la salita. Por suerte, el papel era
biodegradable y no soltó humo tóxico. Vanessa se sacudió las manos y se iba a
guardar las tonfas en sus costalitos sin fondo cuando una señora de etnia hindú
apareció en el rellano. Blandía una lanza con motivos navideños muy parecidos a
los que tenían sus armas.
La tomó totalmente desprevenida,
no tuvo tiempo de reaccionar cuando el arma se dirigió a su cabeza y le pasó
por un lado. Un estallido de escarcha a sus espaldas la sorprendió y se dio la
vuelta para ver cómo (ahora sí) el último muñeco de nieve se disolvía. Este
levantó el dedo en medio antes de desaparecer.
La chica volteó a ver a su
salvadora. Tenía un aspecto imponente, pese a estar en pijama con motivos
navideños. La miró de arriba bajo y se detuvo en su rostro ahora amable.
—Yo te conozco… —dijo mientras
enfocaba el rostro de su salvadora.
—Traje de elfina negro, incluido el
gorro. Mexicana, ruda y chaparrita—. Soltó su arma y se llevó las manos a la
boca asombrada—. ¡Oh, por todos los renos! Eres la pequeña de los Claus.
—¡¡Leya!! —gritó la chica y abrió
los ojos de par en par.
La mencionada corrió a apapacharla
y luego se apartó un poco mientras le sujetaba los hombros a Vanessa.
—Tu papá me manda fotos, pero no
te hacen justicia. ¡Eres una monada, hija mía!
—No puedo creerlo —contestó
Vanessa mientras una lágrima corría por su mejilla—. Eres la antecesora de mi
padre. ¡Por Dios, qué bonita eres!
—Gracias. Pero, antes que nada,
dime, ¿te encuentras bien?
—De maravilla. Sobre todo,
después de que me salvaras.
—¡Bah! Eso no fue nada. Mis
sobrinos me advirtieron del peligro y bajé tan pronto como pude. Tú ya habías
solucionado casi todo. Dime, ¿quieres un chocolate caliente?
La antigua Claus invitó a Vanessa
a la cocina y antes de empezar a hablar de su vida diaria llegaron los
sobrinos. Ella, de hecho, era la tía abuela de estos. Después de presentarse, pasaron
el rato hasta que los peque empezaron a cabecear.
Ya cuando los mandaron a dormir.
Ellas se quedaron un rato a la barra degustando bebidas.
—Dime, haces esto todo el tiempo —quiso
saber Leya.
—Siempre ayudo a papá. Estos
rufianes que perseguí intentaron secuestrar familias en la parte de atrás de la
plaza comercial. Como la chamba ha crecido, yo me encargo de las cosas que él
no tiene tiempo de solucionar.
Leya la miró con ojo crítico,
pero no dijo nada.
Vanessa empezó a contar anécdotas
de todas sus aventuras y ya entrada la madrugada se disculpó para retirarse.
—Muchacha, antes de que te vayas —dijo
Leya en el pórtico—, quiero aconsejarte que no se te olvide vivir tu vida.
También es importante.
—No se preocupe. Antes de ser la
sucesora de papá me preocuparé por eso.
—No te tardes mucho. Si me aceptas
otro consejo, sugiero que también uses más tus puños y que uses los costalitos
como método de defensa. Puedes devolver hechizos con ellos. Te servirá para tus
peleas. Espero verte de nuevo.
Vanessa agradeció el detalle,
prometió volver y se despidió a la carrera antes de subirse al trineo.
»Ay, muchacha —dijo Leya para sí—.
Es muy evidente que tu papá no te dejará ser Santa Claus, porque ya dedicas
mucho de tu tiempo. Espero que aprendas que la vida es más que solo deber.
Se ciño la pijama y se adentró a
su hogar con una sonrisa en su rostro.
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