Este es un fragmento de una de las leyendas más famosas de Celaya que estoy adaptando para mi libro "Más leyendas de Primera Mano"...

Una condenada rodilla -Leyenda (Fragmento)

Este es un fragmento de una de las leyendas más famosas de Celaya que estoy adaptando para mi libro "Más leyendas de Primera Mano" (título provisional). Espero les guste.

 

Llegué temprano al hogar de mi patrón y este me recibió con un silencioso saludo. A un lado de la mesa de trabajo, en su despacho, estaba una piedra laja con una hendidura grande en el centro y dos hendiduras pequeñas, por un lado.

                —¿Qué se supone que es esto? —pregunté.

                —Es el regalo del que te conté —contestó—, el que me hizo el caballero que me encontré anoche. Un buen tipo, a decir verdad.

Su definición de buen tipo seguramente era porque le había invitado unas cuantas copas. Miré incrédulo cómo ese “obsequio” nos iba a ayudar con el trabajo.

Supongo que el capataz vio mi cara de incredulidad, pues inmediatamente habló:

                —Es más de lo que aparente, esta piedra encaja con una persona bien constituida. Mira —dijo apartándome—, colocas la rodilla aquí —explicó colocando la rodilla en el hueco grande— y los dedos índice y pulgar en estos huecos de acá —decía mientras colocaba los dedos en los otros huecos. Me miró con una sonrisa bobo mientras posaba en la extraña piedra.

Me aguanté la risa lo mejor que pude, me tapé la boca haciendo como que me rascaba la nariz.

                —Esta piedra —continuó— encaja con la complexión de un hombre fuerte, macizo, robusto, así como tú.

Era evidente que me estaba lisonjeando, pero no quería discutir, y menos tan temprano. Tenía varias cosas que comentar al respecto, pero antes de que pudiera hablar, entraron unos muchachos y se cargaron la piedra para llevársela de ahí.

                —La van a colocar cerca de la obra que vamos a continuar —manifestó—. Mañana mismo empezamos con la selección de fornidos.

Puse los ojos en blanco en cuanto me dio la espalda. Iba a ser una larga semana.

 

Empezamos con la selección de trabajadores tal y como los ordenó nuestro patrón. Los aspirantes colocaban su rodilla y dedos en la piedra sin rechistar. Se me hizo raro al inicio, hasta que comprendí que, con tal de trabajar con nosotros, harían este pequeño y ridículo acto.

Me quedé estupefacto al comprobar que, a pesar de mi renuencia, los mejores prospectos sí “encajaban” bien con la piedra. ¿Cómo era posible? No lo sabía, pero todo aquel seleccionado era un excelente trabajador. Al poco tiempo nos empezaros a llamar “los de la rodilla”. No me gustaba, siendo franco, pero a algunos de los muchachos les gustaba el reconocimiento.

 

Todo iba bien hasta que llegó este muchacho, prácticamente un escuincle, Xavier. No tenía nada en contra de él. Su madre había enviudado y ahora se encargaba de ella y de sus hermanitos. Pobre alma en desgracia. Llegó a pedir trabajo y pensé en negárselo, pero rápido fue a medirse a la piedra y encajó a la perfección. Desgarbado y torpe, pero había pasado la exigencia. Supongo que era nuestro deber echarle la mano y así lo hicimos.

El trabajo solía ser pesado para algunos y por eso, le ayudábamos lo más que podíamos al pobre infante: le reducíamos la carga, le asistíamos con algunas cosas y lo vigilábamos cada que podíamos. Aún así, el muchacho no daba el ancho y, sin embargo, no teníamos el valor para correrlo.

Era raro ver al capataz en las obras, y más siendo temprano, pues por lo general a esa hora luchaba contra sus resacas. Se nos hizo muy raro verlo ahí parado, aparentemente sobrio, despejado y con el rostro semicubierto por su sombrero de ala ancha. El pobre de Xavier estaba a mitad de la talacha batallando como siempre y llamó la atención del patrón cuando se le cayeron unos materiales, pobre muchacho. Nuestro jefe no perdió tiempo y caminó hacia él con paso decidido. No tuvimos tiempo de reaccionar cuando vimos que sacó una fusta que no habíamos visto nunca. Empezó a aporrear al pobre muchacho.

                —Espere, por favor ¡ESPERE! —gritaba el muchacho a todo pulmón—. Lo lamento, ¡perdóneme! —vociferaba.

Nadie de nosotros se atrevió a mover un dedo, estábamos estupefactos y viendo como estatuas el terrible espectáculo.

                —Santísima Virgen del Carmen, ampáralo —escuché murmurar a mi izquierda por uno de mis compañeros.

Reaccioné en ese momento como si hubiese estado en una especie de trance y corrí a auxiliar al desgraciado muchacho.



0 Comments: