James Fixer caminaba a su casa con una buena noticia después de una mala racha: El medicamento para su corazón podría suspenderlo a partir...

El sucesor

 

James Fixer caminaba a su casa con una buena noticia después de una mala racha: El medicamento para su corazón podría suspenderlo a partir del lunes. Llevaba un pastel y un corte de carne recién horneado para festejar con su esposa. El mismo doctor le dio el visto bueno para hacerlo.

Se encontraba a solo seis minutos a pie de su casa cuando divisó a una chica que revisaba un automóvil ostentoso a la orilla del camino. Encaramada sobre el motor, parecía intentar arreglarlo. Suspiró sonoramente cuando James pasó a su lado. Él quería llegar pronto a su casa para no tener que recalentar la comida, pero por la tormenta, parecía inevitable tener que hacerlo. Tosió sonoramente para llamar la atención de la muchacha. No perdía nada por ayudarla.

                —Buenas tardes, señorita. ¿Le molesta si le ayudo con su carro?

La chica se irguió y volteó a verlo. Alzó una ceja y alternó su mirada entre el vehículo y James.

                —¿Puede verlo? —preguntó la chica muy sorprendida.

A James la pregunta se le hizo muy curiosa. ¿Cómo no iba a ver semejante carro de color verde con franjas doradas? Trató de no ser maleducado y contestó sonriente.

                —La verdad, es que es un bólido muy bonito. Llantas blancas con clase. Solo los colores no me convencen.

La muchacha abrió mucho los ojos y murmuró.

                —Así que eso ven algunas personas.

James alcanzó a escucharla. Iba a preguntar a qué se refería cuando la chica se apartó del auto. Hizo una ligera reverencia y se presentó.

                —Soy Leya Hanna. Buenas tardes.

La chica era de piel olivácea, tenía unas facciones hindúes y llevaba unos aretes dorados. Vestía una gabardina de color ocre y unas botas invernales del mismo tono.

                —Mucho gusto. Me llamo James Fixer.

                —¿Podrías echarle un ojo a mi… vehículo? —dijo dubitativa—. No funciona bien y tengo algo de prisa.

James dejó las cosas por un lado del bólido y se inclinó sobre el motor para revisarlo. La maquinaria lucía resplandeciente y como nueva. Le parecía ilógico que pudiera estar dañado algo tan bien cuidado. Vio un cable salido del motor y apenas iba a tocarlo, voló a su mano. O eso le pareció a él. Lo conectó y le dijo a la señorita que lo encendiera. La chica saltó sobre el vehículo y hasta ese momento él no se dio cuenta que era descapotable. El motor apenas ronroneó y empezó a funcionar como nuevo. James se sacudió las manos y bajó el cofre.

                —¿Para quién son todos esos regalos? —preguntó al ver dos costales en el asiento trasero— ¿Trabaja en una beneficencia? —sonrió.

                Leya detuvo la marcha y se bajó del carro. Sonreía abiertamente y se tuvo que llevar una mano a la boca.

                —¿Qué más ve en mi carro? —preguntó emocionada.

                James empezó a poner atención y dio un recorrido alrededor del vehículo. Tenía estampas de esferas navideñas, un aromatizante en forma de reno, el escape no parecía manchado y estaba pintado de rojo. Vio una especie de radar en el panel frontal del auto y un velocímetro que indicaba velocidades exorbitantes. A James solo le quedó sonreír con tan peculiar auto y señaló tosas esas características.

                —Está muy curiosa su máquina. ¿Es para alegrar a los niños a los que lleva los regalos?

                Leya no paraba de emocionarse, daba brinquitos mientras se tapaba la boca con ambas manos.

                —James Fixer, ¿verdad? —sus ojos emitieron por un momento un brillo dorado—. Siempre has estado en la lista de los buenos —dijo como para sí—. ¡Es perfecto! —alzó los brazos y se dirigió a él—. Y viniste a encontrarme. No podría ser mejor.

James estaba confundido. Apenas iba a preguntar cuando un brillo dorado le inundó la mirada. Por un momento le pareció ver a un animal con astas detrás de la chica.

                »Ya me tengo que ir, disculpa —dijo apresurada y se subió a su auto—. Tengo que hablar contigo, pero te buscaré mañana —alzó la voz por encima del ruido del motor.

                El señor Fixer se estaba despidiendo cuando escuchó el frenar del vehículo y el gruñido de unas bestias. Algo en su interior se inquietó y supo que la chica corría peligro. Dejó sus pertenencias a un lado y se encaminó a ayudarla.

                De la nada, una neblina se empezó a formar y le impidió ver. Trató de recordar el nombre de la chica para llamarla.

                —¿Leya? ¿Señorita Hanna, se encuentra bien?

                Un gruñido a su izquierda lo alertó.

                —Este no es lugar para un anciano simplón —se escuchó entre la neblina.

                James se ofendió y trató de buscar a quien le dijo eso. Cuando entornó la vista, pudo ver a la chica de piel olivácea rodeada por unas figuras sombrías de cuatro patas. Corrió para cortar distancias y pudo ver que junto a la señorita había un reno en posición defensiva que trataba de protegerla.

                —¿Señorita Hanna? —preguntó a voz en cuello—. ¿Qué sucede?

                Una de las criaturas volteó y se lanzó contra él. Al acercarse lo suficiente, pudo notar que esa cosa era como un lobo, pero echo de sombras. James alzó los brazos para defenderse, pero el reno llegó hasta él para empujar al cánido con las astas. Al momento de ser golpeado se disolvió en hebras de oscuridad.

                —Así mero, Cometa, apártate de tu amiguita —se volvió a escuchar la misma voz como gruñido.

                El reno volvió hasta su ama que ahora sostenía una especie de vara con franjas blancas y rojas. Ya estaba lista para combatir. James no perdió tiempo y se unió a ellos.

                —¿Qué clase de lobos son estos? —dijo mientras alzaba los puños.

                —¿También puede verlos? —preguntó Leya sorprendida.

                —Usted me trata como si yo no viera nada bien. Sí, sí puedo ver esas cosas horrendas —dijo mientras daba ligeros saltos para calentar los músculos.

                Una figura apareció entre la neblina, era un hombre lobo con una chamarra de mezclilla y unos pantalones invernales. Todo el conjunto era de color azul. Las criaturas de sombra se voltearon para observar al que parecía su amo. James estaba confundido y pensó que tal vez se estaba volviendo loco, pero no era momento de dudar.

                —Pero ¿qué tenemos aquí? —preguntó retórico el licántropo—. Un anciano que quiere sentirse joven de nuevo se unió a la pelea. Qué estupideces se encuentra uno en época de Navidad, ¿no? —dijo y gruñó despectivo.

                El reno chocó las pezuñas con el suelo claramente encabritado y resopló. Leya hizo girar su vara lista para atacar.

                »Mire, anciano. No tengo nada contra usted —dijo mientras se acercaba a ellos—. Si se larga, no me lo comeré. Solo quiero despacharme al heraldo de la Navidad y listo. ¿De acuerdo? Ahora, váyase —indicó con las garras.

                James se quedó quieto, volteó a ver a sus compañeros y luego se dirigió al hombre lobo.

                —¿Por qué querría matar a un reno? —se notaba confuso.

                El hombre lobo se sobó los párpados con las garras con evidente fastidio mientras decía:

                —No me refiero a eso, estúpido. Yo… —y se quedó callado cuando un puñetazo de James lo golpeó entre la nariz y el hocico.

                —Primera regla en el sparring de mi gimnasio de boxeo: No bajes la guardia —dijo Fixer mientras sacudía su puño.

                El monstruo se sostuvo la nariz para no sangrar y cuando se reincorporó fue recibido por un golpe certero de la vara en todo el rostro. El caos se desató en ese momento. Leya a punta de vara y el reno con embestidas se despachaban al resto de criaturas, mientras James esperaba con la guardia alta a que su lobezno rival se reincorporara.

                Cuando por fin pudo alzarse el tipo lobuno, tenía un ojo ensangrentado y un colmillo menos.

                —¿Crees que eres rival para mí, condenado vejete? —preguntó y antes de alzar las garras, James le dio otra combinación de golpes.

                —Anciano, pero aún con mucha vida —dijo al tiempo que le marcaba un gancho al mentón y dos rectos al pecho.

                James quiso seguir con la golpiza, pero su rival le detuvo el siguiente puñetazo con una garra. Gruñó y cuando trató de asestar un zarpazo, el reno fue a embestirlo por la espalda. Después de revolcarlo por casi diez metros se separó de él y volvió al lado del viejo.

                Leya se unió a los dos y preguntó preocupada:

                —¿Se encuentran bien? —dijo y examinó al que parecía su reno mascota.

                Un aullido la distrajo y volteó de nuevo a ver al hombre lobo que estaba completamente cubierto de nieve.

                —¡Maldito animal cornudo! —gritó—. Solo tenía que encargarme de Santa y recibiría mi recompensa. ¡Pero tenías que entrometerte! —sacó las garras y empezó a correr contra el grupo.

                Antes de que James pudiera alzar la guardia, el reno se movió a una velocidad imposible y lo embistió. El pobre de su enemigo se fue a estrellar contra una roca y dejó de moverse.

                El viejo Fixer bajó la guardia e instintivamente se llevó dos dedos a la muñeca para checarse el pulso. Pero luego recordó que esos días quedaron en el pasado. Respiró hondo y se dirigió a Leya.

                —Qué gracioso el animal ese, ¿no? —trató de reírse—. Llamarme Santa Claus, ¡qué chiflado!

                El reno volvió con su ama y esta le acarició el hocico distraída. Levantó la cara para ver directo a los ojos del anciano.

                —No, James. Él se refería a mí. Yo soy Santa Claus.

                Fixer trató de asimilar esas palabras. Se revisó de que no tuviera los oídos tapados antes de hablar.

                —Perdón, ¿cómo dice?

                —James Fixer, me presento de nuevo. Soy Leya Hanna. Fui elegida hace veinte años para ser Santa Claus. Este de aquí —dijo al señalar al reno— es el famoso Cometa. El carro que revisó hace rato es el trineo y los costales que vio son donde guardo los regalos para la entrega en dos días. Se supone que muy pocos humanos podrían verlo, pero usted puede. Esa debe ser una señal.

                James estaba atónito. Muchas ideas nublaban su mente: ¿Esa chica era Santa? ¿Cómo que veinte años? ¿El animal era el famoso líder de los renos? ¿Señal de qué?

                »Usted puede que no lo crea, pero acaba de despacharse a un hombre lobo y tiene el espíritu de la caridad en su interior. Es perfecto para ser mi sucesor.

                —¿Sucesor de qué?

                —De Santa.

                James se quedó atónito y ahora casi podía asegurar de que se estaba volviendo loco. Sus dudas desaparecieron cuando sintió dolor en su puño que le detuvo el lobo. Se miró la mano y había un rasguño en ella. Una luz dorada inundó su visión y la cicatriz empezó a cerrar. Cuando alzó la mirada, un cascabel del reno era la fuente de dicho fulgor.

                —Mire, señorita, debo ir con mi esposa y explicarle porqué tardé tanto, aunque dudo que me crea. Si me disculpa…

                —Yo lo llevo, James —se ofreció y silbó a la nada con mucha fuerza.

                El bólido que había visto antes se convirtió ahora en el trineo tradicional con esquís y unas riendas. Estas se acoplaron sobre Cometa de forma automática y Leya subió a él con pericia. Le indicó con señas a Fixer para que se subiera. Para él, todo eso, aunque sorprendente, era real. Se subió y pensó en que si lo que decían del trineo era cierto, este era rapidísimo.

 

                Apenas llegaron al domicilio de James, en los suburbios, Cometa empezó a encender y apagar su cascabel como si fuera clave Morse. El alboroto hizo que saliera la esposa de James, Mildred, a ver qué pasaba.

                Fixer apenas descendía cuando su esposa corrió a abrazarlo.

                —Bienvenido, querido. Vaya, con tu barba y ese trineo, ahora sí que pareces Santa Claus.

James se sorprendió con ese comentario. Ella también podía ver el trineo.

—Curioso que lo diga, señora —habló Leya que justo bajó del trineo—. Necesito hablarle de algo.

—Mildred, cariño, la señorita Hanna quiere hablarme de una… —no encontraba las palabras— oferta de trabajo. ¿Podemos pasar?

Una vez dentro y con chocolate caliente servido, Leya empezó a relatar todo lo que ocurrió desde que vio a James. También, le explicó que ella quería que él fuera su sucesor, pues su tiempo como Santa estaba por terminar.

                Mildred no estaba sorprendida, se creyó todo el relato de su interlocutora, pues tenía la habilidad de saber cuando la gente le mentía. Escuchó con atención las palabras de Leya mientras veía a su esposo de reojo de cuando en cuando.

                —Entonces, ¿su magia está por agotarse? ¿Está muriendo? —preguntó con un nudo en la garganta.

                —¡No! —se rio la chica—. Uno no puede tener hijos mientras es Santa Claus. Es decir, no puedes tener hijos propios. El niño nacería con la bendición de Santa y el tiempo ralentizado. No viviría una vida normal y va contra las reglas. Estoy embarazada y debo dejar el puesto y buscar un reemplazo antes de que la magia me abandone.

                —Ay, muchacha —se enterneció Mildred—. Me alegra y me entristece por igual.

                —Se supone que yo no podía tener hijos —empezó a explicar mientras tocaba su vientre—. Mi esposo y yo fuimos con varios doctores y la respuesta era la misma: Yo estaba enferma y no podría concebir un bebé. Quería tener un infante o varios y procurarles felicidad, pero en cierto modo, el anterior Santa cumplió mi deseo, pues llevo felicidad a todos los peques del mundo que creen en la figura de Claus. Me concedió el honor de ser su sucesora. Bueno, originalmente el puesto era para mi marido, pero no podía y yo decidí tomar el rol del Heraldo de la caridad. Mi antecesor lo aprobó y aquí estoy, sana y mágica como me ve.

                —¿Sana? —preguntó Mildred—. ¿O sea que al ser Santa ya pudo concebir un bebé?

                —Así es —sonrió Leya—. Yo llevaba mi vida normal y con el tiempo, la magia me curó y quedé embarazada. No nos dimos cuenta hasta que un día, por una revisión de rutina, se dieron cuenta que yo esperaba un bebé.

                Mildred meditó esas palabras y miró a su marido.

                —Sé que ya no tener hijos fue nuestra promesa, así que sería ideal que aceptaras, podrías ser Santa Claus, James. Es perfecto para ti.

                El pobre de Fixer se levantó de la silla con nerviosismo.

                —Mildred —dijo y se rascó la nuca—, no es que no confíe en el juicio de la señorita, ¿pero yo? Estoy enfermo del corazón y ya soy un anciano. No creo que pueda con el puesto.

                —Estabas —recalcó Mildred—. El doctor me llamó y me dijo que ya podías dejar de tomar el medicamento.

                En ese momento James buscó la bolsa donde llevaba el pastel y la carne. Recordó entonces que la dejó para ir a auxiliar a Leya.

                —¿Buscabas esto? —preguntó la chica al alzar la bolsa que él había olvidado.

                James se sorprendió. No cabía duda. La chica tenía magia. Ahora sí estaba convencido que ella era Santa Claus.

                —Gracias, señorita Hanna.

                —Si antes estabas enfermo del corazón, ¿por qué corriste a ayudarme? —sonrió Leya.

                —Porque… —suspiró— era lo correcto.

                Ella solo asintió y sonrió con suficiencia.

                —El puesto es tuyo solo si lo quieres, James. No te puedo forzar, debes aceptarlo con todo lo que conlleva —se levantó y se sacudió su abrigo verde—. No espero que me des una respuesta justo ahora. Háblenlo y cuando estén listos —sacó una especie de orbe—, se comunican conmigo agitando esta esfera festiva. Yo les hablaré por ella o vendré hasta acá.

                La chica dejó la bola de cristal navideña sobre la mesa.

                »Muchas gracias por su hospitalidad —y se levantó para retirarse.

                Mildred esperó a que se dejaran de escuchar los pasos de la chica para hablar con su marido.

                —¿Y bien, qué esperas? —preguntó sin más.

                James no supo qué contestar se limitó a llevarse la mano a la barbilla.

                »James, por favor, has sido paramédico, voluntario en caridades y maestro de boxeo para poder ayudar a los niños con lo que sabías. Caray, fuiste un excelente padre. ¿Es que no lo ves?

                —¿Y todo eso me capacita para ser Santa? —preguntó al sentirse orillado—. Ya soy un viejo.

                —Pero sabio y experimentado. Además, ya escuchaste a la muchacha, la magia la curó. De seguro mantendrá sano tu corazón.

                James sopesó las palabras de su esposa. Tenía razón como siempre.

                »Nunca dejaste que la enfermedad o los problemas se interpusieran en tu camino del bien. Imagina todo lo que podrías hacer si fueras Santa. Solo piensa en la cantidad de niños que podrías alegrar, aunque fuera solo un día en diciembre.

                James recapacitó. El discurso le llegó al fondo de su alma y apretó los puños. Se irguió antes de hablar.

                —Hay que llamar a Leya —dijo convencido y tomó la esfera navideña.

                Cuando salieron a alcanzarla, ella estaba recargada sobre el trineo con una sonrisa llena de ternura.

                —Sabía que no tardarías, James.

                Un trineo más grande, parecido a un jet, descendió en el patio de los Fixer. Leya lo había llamado después de ser atacada por el hombre lobo. De la nave descendió un elfo musculoso y bastante alto para su especie.

                »¡Soren, me alegro verte! —gritó y corrió a darle la buena nueva—. Encontré a mi sucesor. ¡Es perfecto!

                El elfo, alto para su especie, alzó la vista para ver a la pareja. Una sonrisa apareció en su rostro.

                —Vaya, señora, tiene buen ojo. Saludos, pareja Fixer —hizo una reverencia—. ¡Vámonos! Destino: el Polo Norte.

                James y Mildred se miraron el uno al otro y subieron al trineo recién llegado mientras Leya arrancaba a toda velocidad en el suyo.

               


0 Comments: