Fragmento de una leyenda de aquí de Celaya. Esta estará incluida en la próxima edición de Leyendas de Primera Mano.
Manuel y Martín no han vuelto y estoy preocupado. Se supone que debían llegar hace un cuarto de hora. La sed que traigo es de la buena y esa caguama me llama. Estoy tentado a destaparla cuando escucho unos pasos a mis espaldas.
Manuel
viene corriendo casi desbocado y se frena frente a mí tratando de recobrar el
aliento. Hace arcadas y pareciera que va a vomitar. ¿Qué diantres le pasaba?
Quito mi botella antes de que pueda suceder el desastre.
Se aguanta
las ganas y me mira con preocupación antes de añadir:
—Hay que ir por un gendarme, por
un cura, por quien sea que se atreva —dice entre bocanadas de aire—.
Parece muy
preocupado y hay una pregunta que cruza por mi mente.
—¿Dónde dejaste a Martín? —pregunto
presuroso.
—La empezamos a seguir —contesta
preocupado—. Era muy guapa, o eso parecía —dice ya más calmado—. La seguimos
hasta los pastizales que colindan con la vía del tren. Él insistía en que la siguiéramos,
pero yo solo quería venir a beber contigo.
Se desploma
sobre sus rodillas y se sujeta la cara.
—¿Qué te pasa? —le pregunto
verdaderamente angustiado—.
—Se perdió con ella entre la
hierba alta y le gritaba que la dejara en paz y entonces… —tragó saliva— las
manos de ella se empezaron a desfigurar, tenía garras como agujas y se abalanzó
sobre él. Quise ayudarlo —empezó a sollozar—, pero él solo me gritó que huyera.
Di media vuelta y me tropecé cuando comencé a correr…
Se quedó
callado un instante que pareció eterno, pensé en darle un traguito de cerveza
cuando volvió a hablar.
—Volteé hacia atrás y vi sus
brazos completamente arañados junto a un hilillo de sangre. ¡Lo escuché gritar,
Javier! ¡Tengo su grito grabado en mi mente!
No sabía qué
hacer, pero nuestros padres nos lo habían advertido: No te acerques a las vías
de noche…
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