Era
ya entrada la noche y había juntado un montón de hierba seca y leña para
encender la fogata. Llevaba conmigo lo esencial para acampar, además del
machete de mi abuelo que, según él, había usado para pelear con el diablo en el
cerro. Ya con el fuego, eché unas piezas de pollo a asar y esperé paciente
a que llegara aquella abominación. No había pasado ni un minuto cuando lo vi en
el lindero de mi campamento. Aún llevaba puesta la máscara de hockey que le
había robado a mi hermano cuando acabó con sus días. Era una burla directa a su
memoria. Tenía el aspecto de un hombre adulto, pero con una postura que asemejaba
a un títere mal sostenido. Parecía una versión pirata de Jason, el de las películas
de Viernes 13.
—¿Tú también te quieres ir?
No le contesté de inmediato. Aticé las llamas y
le dije secamente:
—Qué huevos los tuyos de venir aquí.
—Solo me tomará un momento —dijo y le salieron
unas garras de un costado de su cabeza y lo que parecían ser unas patas de
araña de tamaño colosal.
Las esquivé al tiempo que le lanzaba las brasas
de mi fogata al rostro con ayuda del machete del abuelo. Cuando gruñó con mil
voces desde todo su cuerpo, me adelanté y usé el arma para
atravesar donde debía estar su corazón. A la criatura le empezó a salir un
líquido negro, cayó de bruces y la arrastré hasta la tumba donde estaba lo que
quedó del cuerpo de mi hermano. Le quité la máscara al monstruo y la coloqué
por encima de la lápida. Mi rival se intentó levantar, pero una mano
esquelética salió de la tumba y lo jaló tierra adentro con un sonido de huesos
rompiéndose. Vi cómo la criatura se retorcía de dolor y presa del pánico. El
silencio lo rompí cuando dije:
—Listo, hermano, ya tienes tu venganza.
Este es el último cuento que me hizo ganar junto a otros tres un concurso de cuentos de terror.
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