A doña
Lety le molestaba mucho que la gente la señalara. Y ahí estaba don Ganzo,
gritándole de cosas. No paraba de decirle “bruja” a mitad de su tienda de
verduras y té. La señora le hacía muy poco caso mientras preparaba las hierbas
de su brebaje. Le gritó una última vez “bruja desgraciada” y la doña alzó una
mano para hacerlo callar.
—¿Va
a comprar algo o se larga de aquí? Me espanta a la clientela.
Don
Ganzo la miró furibunda, pero Lety solo tomó un manojo de chiles habaneros
toreados, los peló con las manos y los echó en su bebida caliente. Se le veía
aburrida.
—¿Qué
clase de bruja le pone chiles a su chocolate? Maldita loca.
Yo
no quise comentar nada, pero mi abuelo le solía poner chile a su chocolate y
sal a sus granos de café.
La
llamada bruja se inclinó sobre el mostrador que los separaba y gritó:
—Méndigas
lagañas que tiene usted, deje se las limpio —dijo al tiempo que le hundía los
pulgares en los párpados.
El
grito de dolor del don lo escuchó todo el mercado.
—¡Se
acabó! Mañana mando cerrar este pinche lugar.
Fue
lo último que dijo antes de que la señora chasqueara los dedos y un montón de
arañas que estaban en el local lo envolvieran en su seda.
Eso
fue lo último que llegué a ver de don Ganzo. En cambio, a doña Lety, la veía
llegar todas las mañanas convertida en una bola de fuego, lista para abrir su
local.
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